Franz llevaba 6 años ya de casado con Sofía. Dos hijos, casa propia, carreras profesionales. Todo indicaba que la vida les sonreía y efectivamente habían tenido éxito en su vida juntos. Pero no siempre fue así. Cuando decidieron casarse, José no estuvo de acuerdo. Es que José detestaba a Franz. Este no sabía por qué, pero desde el primer instante en que puso pie en esa casa supo que no contaba con el beneplácito de su suegro. Se hablaban poco, casi no compartían en las ocasiones en que las costumbres les obligaba a la cercanía, aunque solo fuera de apariencias.
José era un hombre rudo, había tenido una exitosa aunque corta carrera en el ejército, acostumbraba a mandar y a ser obedecido, prejuicioso, machista, buen proveedor, católico no practicante, conservador, en su hogar nunca hubo necesidad de cosas materiales, ni su esposa tuvo que trabajar jamás; Franz, por su parte, fue siempre un joven deportista, masculino, liberal, de mente amplia y compartía con entusiasmo las nuevas tendencias en temas valóricos. A Sofía la conoció en la universidad aunque no comenzó a salir con ella hasta después de egresar, cuando ambos coincidieron en proyectos comunes. Se enamoraron ambos y se casaron por la iglesia, aunque a él la religión lo tenía sin cuidado.
En los primeros años, Franz resentía esa actitud negativa de parte de su suegro que atribuía al hecho de que Sofía era su única hija. De algún modo creía que José lo veía como un ladrón de su más grande tesoro. Hubiese querido que las cosas fueran diferentes, pero con el pasar de los años aprendió a no darle a ello más importancia que la que realmente tenía; lo tenía sin cuidado su suegro, quien en los primeros años, no perdía ocasión de hacer ver lo irracional de las posturas modernas en los temas en boga, se burlaba de la idea del matrimonio igualitario, de las posturas feministas y, por sobre todas las cosas, expresaba abiertamente su molestia con los hombres que adherían a esas tendencias; estos no eran más que maricones, hippies o comunistas de mierda.
Franz ni siquiera se daba por enterado y eso parecía molestar aún más a José, quien no lograba entender al muchacho, nunca lo logró. Muy para sus adentros, admiraba la fortaleza de espíritu de Franz, su temperamento calmo, su buen juicio para las decisiones que importaban a su familia y lo contrariaba mucho el hecho de que jamás lo había logrado sacar de quicio, a pesar de sus peroratas.
Los nietos eran su debilidad, Alvaro de 5 y Gonzalo de 3. Dos muchachos de gran inteligencia, ternura y buenas maneras que derretían el corazón de José. Hubiera querido abrazarlos, demostrarles su amor, pero no sabía cómo. Los niños, sin embargo, lo adoraban y lo abrazaban cada vez que podían. José se mostraba impaciente ante la evidente influencia del padre y se veía impotente para hacer valer su propia forma de pensar. Si esos niños fueran de él, pero no lo eran.
Todo cambió en un corto período de tiempo. A la madre de Sofía le diagnosticaron un cáncer ya ramificado que trastocó la vida de todos y especialmente de José. Quien siempre destacara por su temperamento fuerte, dominante con todos aquellos que se encontraban bajo su influencia e incluso con vidas ajenas, de pronto se vio convertido en una sombra de lo que era. Enflaqueció, se hizo aún más taciturno, y cuando su señora falleció, se fue aficionando más y más a la bebida.
Sofía, arrastrando su dolor por la partida de su madre, se daba cuenta de la decadencia de su padre día tras día. Ya habían pasado 6 meses cuando le expuso a Franz la situación. Este, aunque con ciertas reservas, concluyó que lo mejor sería invitarlo a vivir con ellos por un tiempo, el que fuera necesario para verlo recuperarse. Y así fue como José llegó a vivir con su hija.
Fue difícil adaptarse; la inclusión en ese hogar tan distinto al que él había formado, lo inquietaba y a veces se veía involuntariamente enfrentado a aceptar cosas que él jamás hubiera permitido en su propio hogar, pero ahora no estaba en el suyo, era un invitado. Podría haberse devuelto a su casa, es verdad, pero había algo en esa familia de su hija que lo cautivaba y lo hacía permanecer en ella: sus nietos, pensaba él; pero había algo más.
Los fines de semana, solían salir todos a correr al parque, mientras José se quedaba leyendo o viendo tv, y si bien la armonía de todos ellos era algo que de algún modo lo atormentaba, se daba cuenta que su hija tenía una familia hermosa precisamente por no seguir ninguna de las costumbres con las que él la había criado. Las conversaciones en la sobremesa con la participación de los niños eran una novedad para él, las decisiones compartidas sobre qué hacer, la paridad de responsabilidades, la ausencia de gritos, todo ello representaba algo que él no imaginaba ni consideraba del todo correcto.
Franz, por su parte, continuaba con su rutina diaria de trabajo y tiempo con su familia. A veces entrenaba en su propia casa, en un cuarto con máquinas de ejercicios, otras veces salía con sus hijos a acampar o a recorrer los cerros cercanos. Su estampa de deportista, de piernas largas y con cuadriceps trabajados, su pecho amplio, brazos fuertes, espalda ancha, lo delataban como un hombre amante de la naturaleza y el buen estado físico. José, como buen militar que había sido, valoraba la actividad física por sobre las cosas más intelectuales y tal vez por eso Franz lo desconcertaba.
Poco a poco José comenzó a sentirse más y más en casa, más adecuado a ese estilo de vida diferente. Su relación con Franz también mejoró cuando comenzó a respetarlo por todo lo que había logrado en su propio estilo de vida. Sus nietos lo idolatraban y, por fin, comenzó a sentirse parte de esta familia especial. También su hija y Franz se mostraban felices de tenerlo con ellos. Era un buen abuelo, todavía algo renuente a dejar sus viejos hábitos ultraconservadores, pero valoraban que estuviera dispuesto a aprender.
Cuando llegó el verano, la familia entera planeó un viaje a la playa. Ese fue el comienzo de una turbación que acompañaría a José día y noche. Una vez en la playa, arrendaron una cabaña y esa misma tarde, después de desempacar y arreglar a medias las cosas, corrieron todos al mar. José también se sintió feliz y entusiasmado, rápidamente se puso un short y se enrumbó junto a los demás al mar, bajo un sol ardiente. Por primera vez se sintió algo cohibido de exhibir su cuerpo, nada mal para sus sesenta, pero ver la masculinidad y la prestancia de Franz, lo hizo sentirse de algún modo consciente del paso de los años.
Salió del agua para recostarse bajo una sombrilla y cerró los ojos y sintió envidia de su yerno, de su familia, de sus hijos, de su integridad como padre, sintió pena por él mismo. Abrió los ojos y a lo lejos vio a Franz acercarse hacia él. Lo vio acercarse estilando agua, con el sol brillando en sus vellos rubios, vio los músculos de sus piernas marcarse a cada paso, su estómago fuerte y marcado, Su figura viril se movía con una masculina cadencia y el camino de vellos dorados que se internaban en su bañador, le producían una rara sensación; un sentimiento que empeoró al notar que esa tela pegada al cuerpo de su yerno ocultaba apenas un bulto de grandes proporciones que a cada paso se movía a la izquierda y a la derecha. Jamás le había ocurrido algo así a José en toda su vida y sintió una profunda molestia de sentir aquello; molestia mezclada con una profunda vergüenza. Más aún cuando al levantar la vista se encontró con los ojos de Franz que lo miraba curioso.
Franz tomó la toalla de la reposera y se secó con movimientos lentos y suaves; José intentó mirar hacia el horizonte donde Sofía y los niños saltaban tratando de evitar las olas en la orilla de la playa. Al mirar al costado, Franz también se había tendido en una reposera bajo una sombrilla que le daba sombra en la parte superior de su cuerpo, pero desde el ombligo hacia abajo todo su cuerpo estaba expuesto al sol. Por primera vez pudo ver el bulto de perfil. Una inmensa mata de vellos se advertían a contraluz y parecía que un puño enorme trataba de acomodarse dentro del pantaloncillo. Sin duda el muchacho estaba muy bien dotado -pensó-.
Al regreso de la playa los niños se quedaron dormidos en el auto y los adultos repasaban, cansados, los eventos del día, pero José, callado, se sumió en sus pensamientos. No sabía qué le pasaba. Los días continuaron como siempre. Había logrado adaptarse muy bien a la familia y no quería volver a vivir solo nuevamente. Con Franz compartía mucho más ahora, habían tomado por costumbre conversar en las noches en el living, a veces se preparaban un trago y le gustaba esa intimidad con su yerno. Su inteligencia lo deslumbraba; su cercanía lo ponía nervioso y no sabía por qué. A todo esto, había algo más que lo tenía un poco irritable: desde hacía ya 8 meses no había tenido más sexo que el que le proporcionaba su mano y añoraba tener una noche de pasión con una mujer, volver a sentir una conchita que envolviera su miembro deseoso de penetrar una hembra. Extrañaba el calor de un buen par de tetas junto a su pecho. A veces soñaba con su mujer y en esas ocasiones se mostraba meláncolico y retraído.
Una noche Sofía salió con sus amigas en eso que se ha dado en llamar “noche de chicas” y José quedó solo con Franz y los niños. Como se había hecho costumbre, una vez que los niños fueron acostados, ambos adultos se aprovisionaron de unas cuantas cervezas y se sentaron en el living. La conversación versó sobre unos cuantos temas de política, pero su estado emocional llevó a José a recordar a su esposa. Habló de ella con ternura, pero también dejó entrever su soledad, su necesidad de una mujer. Recordó sus días de felicidad y, el alcohol tal vez, lo sumió en un instante de tristeza.
Franz, sin saber que hacer, solo atinó a sentarse a su lado y pasar su brazo por sus hombros, pero al hacer esto, José no logró evitar las lágrimas corrieran por sus mejillas y apoyó su cabeza en el hombro de su yerno quien lo abrazó y lo confortó con su boca muy cerca de su oreja. “Shh, shh”, trató de consolarlo, mientras con sus dedos acariciaba sus sienes y ordenaba su pelo. José, al sentir esa caricia, se estremeció sin saber por qué. De pronto adquirió conciencia del calor de Franz, de su fragancia, de sus brazos fuertes, de su respiración. Se apretó un poco más a su cuerpo y de pronto sus caras quedaron tocándose. Ninguno se movió, solo sus respiraciones se escuchaban en el silencio que los rodeaba. José se tranquilizó, cesaron sus sollozos, pero aún permaneció en los brazos de Franz y cada uno sintió la cara del otro moviéndose casi imperceptiblemente, acercándose, deteniéndose, raspando cada uno la cara del otro hasta que las comisuras de sus labios quedaron tocándose por apenas un milímetro. Ambos con la boca entreabierta para evitar el sonido del aire que respiraban. Una ligera presión hizo que ambos avanzaran un milímetro más y de pronto, ya no pudiendo fingir un segundo más, presionaron sus labios suavemente y se besaron. Ambos entreabrieron sus labios y sus lenguas se tocaron en una levedad que más que sentirse, se adivinaban la una a la otra. Franz tomó la cara de José entre sus manos y, esta vez sí, lo besó apasionadamente, como el macho que besa a su mujer. José no pudo evitar soltar un gemido de placer. Sus lenguas se enroscaron y su saliva se mezcló en los sabores del alcohol recién consumido que en última instancia los absolvía de toda culpa. El beso se hizo aún más urgente y esta vez fue José quien diestramente levantó la camiseta deportiva de Franz descubriendo su pecho de vello casi invisible, pero que ahora sus dedos descubrían abundantes. Un minuto después ambos se encontraban con sus torsos desnudos.
Dos machos magníficos, cada cual en una diferente etapa de su vida, pero no por eso menos viriles. Franz recorrió el pecho de José en una caricia de gran sensibilidad, tomó sus tetillas entre sus dedos, apretándolos, girándolos tal como quien quisiera sintonizar finamente una radio de esas antiguas, sacando gemidos de placer en José que, con sus ojos cerrados, se había abandonado al misterioso placer que le proporcionaba el macho joven. Un latigazo apretó su estómago cuando sintió los labios jugosos de Franz tomando sus pezones en su boca, chupándolos con la vehemencia del instinto animal. Lentamente abrió su pantalón, necesitaba liberar su miembro de la dolorosa prisión en que se encontraba. Franz por primera vez se separó de su suegro y lo miró a los ojos con una mirada extraviada. Ambos se miraron, pero no se dijeron nada. Ambos se sacaron la ropa quedando completamente desnudos en el living. Franz le mordio suavemente la oreja y lo invitó a subir a la pieza.
En la habitación de José, ambos se acostaron abrazándose de costado, con las piernas de uno cruzadas sobre las del otro; sus miembros restregándose con una dureza pocas veces lograda. Sus miembros de cabezas descubiertas, mojadas, rojas, chocaban en una suerte de lucha cuerpo a cuerpo que los mantenía en constante tensión. A ratos ambos cesaban en sus movimientos para concentrarse en las maravillosas sensaciones que les proporcionaban sus labios que no cesaban el beso de dos amantes perdidos en el abismo del deseo.
De pronto Franz, separándose de su suegro, acercó su entrepierna a los labios del hombre maduro que supo en ese mismo instante que era su deber rendirle honores al miembro del macho alfa. Y lo hizo con devoción, con ardor y arrebato. Lo besó primero inhalando fuertemente el olor que invadió sus sentidos, luego le pasó la lengua por la cabecita mojada descubriendo su sabor, ese sabor a hombre que jamás en su vida imaginó recibir en sus papilas. Le chupó luego el glande húmedo y suave como la seda, y en algún rincón de su mente se escuchó a si mismo gritándose: “¡maricón!”, pero nada de eso importaba ahora. Solo sabía que su deber era complacer a ese macho que lo cubría con su cuerpo espléndido y majestuoso. Solo sabía que esas bolas peludas y rebosantes de leche eran la fuente de la energía vital que pronto habría de consumir. Las besó también con adoración, les pasó la lengua como tratando de que su sabor se traspasara íntegramente a su propio organismo. Besó las piernas velludas de su yerno con el respeto que le merecía el macho dominante, el que sin decir palabra lo mantenía en un estado de esclavitud mental, que lo había hecho su ilota, su sirviente, su prisionero.
Un movimiento más y de pronto se encontró con sus piernas muy abiertas y sin que se lo ordenaran tomó ambas con sus manos tras las rodillas y las sujetó ahí abriendo el canal que custodiaban sus nalgas dejando que su hoyito virgen e inmaculado se mostrara ante quien sería su dueño con toda la candidez del que no sabe lo que le ocurrirá, pero aún así lo desea.
Franz acercó su rostro y se apoderó de las rugosidades del ano jamás besado por boca alguna y ese primer beso, esa primera lengua que traspasaba los umbrales desconocidos de su cavidad, hizo que José temblara de pies a cabeza. Su hoyito apretado y caliente, se vio invadido por inefables sensaciones y conoció por vez primera el estímulo soberbio de los labios de otro macho experto en placeres griegos.
Una vez el hoyo a punto, Franz apuntó su verga al centro del ano de su suegro y, suave y firmemente, avanzó en su tarea de invasión del territorio extranjero de tal modo, que apenas tocó la piel del aprendiz, esta vibró y dio paso a la cabeza triunfante del pico del esposo de su hija. La cabeza entró empujada por la enhiesta vara en el hoyo vencido y se detuvo para darle al sometido un breve momento de descanso para enseguida acometer con ímpetu en su afán conquistador.
La pichula entró así decidida a violar el hoyo recién estrenado hasta que las bolas chocaron con el culo. La tarea estaba casi cumplida. Franz comenzó un lento vaivén, con las manos sujetando los tobillos del suegro que con un rictus en su rostro evidenciaba el dolor de la primera penetración, pero José, militar al fin, nunca se quejó; resistió imperturbable el asalto y permitió que la verga de su yerno se introdujera en las profundidades de su cavidad anal. De pronto los movimientos de vaivén tornaron en un violento mete y saca que sacó un ¡ayyy! del alma de José, pero Franz, inmutable lo siguió culeando como todo macho alfa debe hacer; sin compasión ni indulgencia. Su pico grueso y acerado embistió al suegro una y otra vez sacándole estertores de placer que ya no de dolor. El suegro abrió sus ojos para encontrarse con la cara del yerno adorado, del macho del que se sabía enamorado sin poderlo reconocer y que, ahora, lo poseía con la fuerza de los dioses porque eso era y no otra cosa: su dios, su amante omnipotente, su erastés.
Franz observó por un instante el rostro demudado de su suegro y mirándolo a los ojos, acercó su rostro sin detener el continuum penetratorio y lo besó con pasión, pero por sobretodo, con amor, con el amor de quien encuentra un alma gemela, un par, un macho al que, a pesar de su madurez, aún tenía tiempo para transformarlo en el esclavo que su alma necesitaba y su cuerpo le exigía. Entonces eyaculó. Con largos chorros de semen espeso y caliente, marcó a su suegro como una de sus dos posesiones más preciadas: la hija y el padre.
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